Jilguero
Se despertó de un sobresalto; el mareo se había tornado
insoportable. En su ventana, a la noche que conocía se le sumo un diluvio.
Desempaño el vidrio con la manga y aunque con mucho esfuerzo logro enfocar la
vista, no pudo reconocer donde se encontraba. Con dificultad se levanto y se
sostuvo, para no provocar una caída inminente, de la manija de su asiento.
Solo quedaban tres pasajeros en
su vagón; sosteniéndose de los infinitos lugares se dirigió a uno de ellos. Una
enorme silueta marrón que recién acababa de envolver su enorme paraguas.
-Di…
disculpe señor.- El tartamudeo le resultaba inevitable.-¿A qué estación nos
dirigimos?-
El hombre
giro en calma. Su rostro cadavérico empapado y su mirada gris le resultaban indudablemente familiares. Con
sequedad el hombre respondió:
-Acabamos
de pasar Villa España y nos dirigimos a Plátanos.
Sintió un
vértigo inminente, como si de pronto el suelo se abriese y quedara sumergido en
la continuidad de los rieles. Se caía, realmente se caía, el hombre lo sostuvo
por los hombros mientras con euforia producía gritos sordos que sus mudos oídos
no lograban interpretar.
Tan pronto como el tren se detuvo se
recompuso. Quitó los brazos marrones que le impedían el paso y corriendo, o
quizás arrastrándose, se arrojo de la plataforma para caer con sequedad en el suelo de la estación. Desde
allí vio como los vagones desaparecían en infinitas cortinas transparentes.
La soledad de la estación era
abrumadora. Se reincorporo y corrió desesperado buscando un espacio firme donde
el diluvio no existiese; eran trayectos largos, infinitos, que terminaban en
caídas, en costosas recuperaciones y en nuevas caídas cada vez mas profundas.
Intentando sostenerse del cartel de la estación, el mareo finalmente lo tumbó y
cayó con dureza en el suelo. Se encontraba con barro hasta en lo más profundo
de su boca y reconoció que nunca se levantaría.
Si no puedes con él, únetele.
Intento disfrutar la lluvia; abrió su boca y a medida que se llenaba hacía
pequeñas gárgaras de barro que al expulsarlas en forma de lluvia reflejaban su
infancia. Recordó a su nonno leyendo “La
Gazzetta dello sport” en el umbral de su casa en la costa, y a su nonna
cocinando pastas y su “Jesu’ Cristo mio…” cuando el y sus primos intentaban,
con pequeños trocitos de pan, robar un poco de tuco.
Jesu’ Cristo mio… que distinto se
había vuelto todo, la piedra se había gastado y afilado. ¿Cuántas veces había
prometido dejar de hacerlo? Recordó lagrimas de su madre y silencios de su
padre, ojos perdidos y oídos sordos, pero esta vez había superado cualquier
otra. Esta vez pelear contra la lluvia no tenía sentido. Cerró los ojos, solo
quería sumergirse en sus sabanas y escuchar la melodía del jilguero que se
parecía tanto a una voz.
La voz se creaba a si misma, se
acercaba y se volvía insoportable y cuanto más cerca más insoportable Abrió sus
ojos, tenía enfrente el teléfono de la oficina sonando. Lo atendió por inercia
y mientras se quitaba la saliva de sus pómulos, decidió que esta noche iría
directo a su hogar.